Poder decir adiós
es crecer
Lo que
la vida me había dado, ahora, me lo quitaba. Y “hasta aquí puedo contar…”
porque si había desnudado mi alma, Angel
despertó en mi un cierto ataque de “pudor”, así que vuelvo sobre mis
pasos; quizás sea más sencillo no hacerlo, al menos de una manera tan impúdica
como lo iba a hacer.
Solo decir que en menos de un año
asistía impotente a la distancia que
algunas personas a las que quería iban
poniendo y lo más duro, a la pérdida segura y terriblemente definitiva
de otras. Una de estas pérdidas,
especialmente dura por ser parte de mí, y la otra, por la forma en que lo había hecho,
oculto en un silencio cobarde e incomprensible.
En esto pensaba mientras que mis
pasos me conducían hacia el tejo milenario de Barondillo, en medio de un
paisaje de desbordante belleza, a tan solo 70 kilómetros de Madrid en
Rascafría. Domingo 31 de mayo, final de mes. Otro “final”.
Dejamos la autocaravana aparcada
en el paraje de “la isla” (40º51’09.20”N; 3º53’07.85”O) y tras atravesar el río
y bordear un bar, encontramos el mojón que indicaba el inicio de la “RV 1”
junto a una valla metálica que se traspasaba a través de una puerta. El camino
discurre cómodo entre un inmenso pinar de pino silvestre entre los que crecían
aquí y allá algún acebo y roble. Los helechos, estrenando nuevo ramaje en esta
primavera, tapizan el suelo pintándolo de un hermoso y vivo color verde.
El río discurre cantarino y
cristalino a nuestra derecha por donde se van quedando las distintas familias
que pasean por la otra orilla cargados con enseres diversos para pasar el día.
Pronto descubrimos un
ensanchamiento del río que parece
transformarse en un minúsculo embalse encajado entre verdes y suaves lomas,
rematadas a su vez por cumbres. Hermosa vista digna de otros países u otros
lares más al Norte y alejados de nuestra Comunidad. La estampa era hermosa y el
color amarillo de la genista iluminaba los tonos verdes y azulados de esta
postal.
El camino continua entre pinos y
helechos paralelo al río, hasta llegar a la baliza nº 26 donde en una curva
cerrada a nuestra izquierda comienza a ascender suavemente, pero también sigue
un poco más hasta otra baliza para encontrarse en el puente de la angostura -
no se sabe si de origen romano o árabe- que atraviesa el río. Hermoso.
Gozamos unos minutos de esta
singular belleza para regresar sobre nuestros pasos y tomar la pista forestal.
De nuevo, esa sensación de
tristeza por las pérdidas se empieza a convertir en una carga que me pesa
aunque la resignación la aligera en parte, pero mis reflexiones me siguen
acompañando. Algo habría tenido yo que ver, seguro. En una, nada. Respondía a las
Leyes de la Naturaleza, aunque eso solo me consolaba en parte .Pero ahora no
quería pensar en ello, solo deseaba disfrutar de los momentos que me quedaran y no entristecerme
antes de tiempo. Pero posiblemente sí habría tenido que ver en las demás,
aunque aún no consigo saber su alcance y en qué proporción yo misma he determinado estas pérdidas o he
generado estas distancias.
Hacia arriba, un paso, dos,…las
nubes se dejan ver entre las copas de los pinos, pasan. Unas son blancas, otras
de un amenazante color gris y me pregunto porque no hemos cogido un paraguas, o
los chubasqueros…y seguimos solos; ¡qué suerte! No parecía haber tanta gente
como pensé inicialmente.
En un momento determinado nos
encontramos frente a un bloque de cemento del que sale un caño de agua. Nos
detenemos a repasar la documentación que llevamos sobre la senda. Podemos
seguir por la pista forestal, pero también, y según nos habían indicado otros
paseantes, tomar una senda que salía a la izquierda de la pista forestal, antes
de la fuente. Consultamos el plano: la longitud por la pista parecía que
triplicaba la de la senda que discurría paralela al río. Después de
refrescarnos decidimos continuar por la senda, pero pensando más en que sería
más bonita, como así fue.Pero también algo más dura por su irregularidad y
estrechez, teniendo que pasar el río varias veces y salvar árboles que el
invierno había derribado sobre la senda.
En poco menos de 1 km llegamos a
una valla de alambre de espino que parece que nos cierra el paso por lo
descendemos un poco para continuar ascendiendo entre el río a nuestra
derecha y la valla a nuestra izquierda.
Algunos ejemplares de pino tienen una envergadura considerable y comenzamos a
ver algunos tejos añosos. Ninguna señal indica el camino.
Acompañados siempre por el arroyo, llegamos a nuestro destino. A nuestra izquierda se levanta un rechoncho e imponente tejo de tronco envejecido, cuarteado, surcado por profundas hendiduras, hueco ya por su edad; El color grisáceo y casi mortecino de su tronco, contrasta con su verde copa llena de vida.
Tiene entre 1500 y 1800 años, árbol totémico, símbolo de la vida y de la muerte, misterioso y siempre rodeado de mitos mágicos. Al dato de su edad, se suma también los seis metros de diámetro de su tronco y los nueve de perímetro.
Una valla rodea todo su contorno dando espacio a sus viejas raíces para mantenerlas a salvo de ser pisoteadas por todos los curiosos que nos acercamos a él, bueno, de “ella”, porque se trata de un tejo “hembra”. Su longevidad es también su fragilidad, así que no está de menos mimarla.
Tan solo nosotros y otro senderista la miramos y le pedimos la consiguiente fotografía.
Ya peinamos años y hemos andado muchos kilómetros, contemplado árboles, inmensos, longevos. Pero la visión de éste despierta algo especial. Tiene algo que le hace único. Le miramos en un silencio casi reverencial. Nos deleitamos en ella. Es un árbol de los más longevos de España y que ha debido de ser testigo mudo de infinitos avatares de la historia sobreviviendo hasta ahora.
Me siento pequeña, insignificante
y… joven, y siento no poder abrazarme a él. ¡Cuántos secretos guardados entre
sus surcos y grietas en sus casi dos mil años!. A su alrededor hay también
varios ejemplares de tejos y pinos, pero no tan espectaculares como éste.
Me sentía seducida y no podía apartar mis ojos de “ella”. Puerilmente le había dotado de algo que no tenía para hacerla más especial aún.
Ahora, mientras escribo esto, contemplando la belleza del valle de Lozoya, con el embalse al fondo desde el mirador del Robledillo, no puedo dejar de tener su imagen en mi retina. Su visión contrasta vivamente con la que tengo frente a mi que se extiende por un verde prado que en doscientos metros se puebla de pinos cubriendo el valle casi en su totalidad hasta el mismo embalse. Algunas poblaciones rompen la atonía verde y pintan blancos y rojos aquí y allá.
El silencio es solo roto por algún avión que pasa o alguna lejana conversación. Y sigo pensando en que quizás me tengo que resignar a entrar en una edad donde las “pérdidas” marcan más que las ganancias, que tengo que dedicar más energía a conservar lo poco que tengo y que cualquier nueva “incorporación” a mi vida resultará, a parte de costosa, posiblemente dolorosa si se rompe, aunque no por esto voy a dejar de aceptar el riesgo.
Los colores van perdiendo su
brillo e intensidad según cae la noche hasta adquirir los tonos grisáceos y
mortecinos de la oscuridad. A lo lejos las luces naranjas de los pequeños
pueblos serranos.
Pasan ya de las 22 horas. Hemos disfrutado de una paz total, silencio roto por el trino de los pajarillos, soledad compartida con una solitaria vaca que ha estado pastando tranquilamente a nuestro alrededor.
Comento a Angel que estos momentos que comparto y vivo con él son UNICOS. Que no tiene precio alguno disfrutar de cómo al perderse la luz, los tonos van cambiando lenta y casi imperceptiblemente. Angel dice acertadamente que desde aquí se viven los ciclos del día y de la noche, de la luz y de la oscuridad, lo que ya no se puede hacer desde nuestros protegidos hogares. Asi, recuperamos y gozamos de un placer perdido y casi olvidado y sigo diciendo que es todo un lujo.
Y es que desde que hace casi tres años tuvimos una segunda oportunidad, vivimos las cosas con mayor intensidad. No hago más, solo que lo que hago lo siento más intensamente, tratando de extraer hasta su esencia más intima. Las “capas” que los años y las responsabilidades me fueron cubriendo y que me protegieron también, me hicieron perder mucha “vida”, alejaron muchas personas, consiguiendo sumirme en un estado de semi-letargo, y hace tres años, se quedaron en la cuneta de una carretera francesa. Sí, fui y soy más vulnerable, pero me siento también más viva que nunca, pese a todo y pese a todos los que han ido llevándose algo de mi.
A última hora de la tarde regresa una furgoneta a hacernos compañía. ¡tanto habíamos cambiado que ahora hasta nos molestaba su simple presencia!.
Nuestra vecina la vaca se tumbó apaciblemente en el prado y a nosotros nos acogió la oscuridad de la noche que nos absorbió mágicamente. Cansados, cerca de las 23 horas me abandoné al sueño despertándome a eso de las 3 de la mañana sorprendida por los trinos de los pájaros. En principio, me confundieron pensando que el amanecer estaba cerca, pero creo que en este caso, los trinos obedecían a la primavera, al deseo de romper la soledad y responder a la llamada de la vida para perpetuarse…
Nos despertamos y yo aproveché el inmenso silencio roto solo por los pajarillos, para leer. Diez minutos antes de las nueve nuestro vecino se fue y nos quedamos nuevamente solos. Intentamos desayunar, y digo intentamos, porque había olvidado la leche, así que solo pudimos tomar un café con unos bollos.
Después nos acercamos al mirador, al monumento al guarda forestal y andamos unos pasos por un camino que no resultó atractivo por lo que decidimos bajar al Monasterio de El Paular y desde allí acercarnos andando hasta Rascafría.
Soledad, serenidad, tranquilidad….solo roto por el comentario de una jubilada que mirando unas ovejas negras preguntó a su marido a voz en grito: “¡¡¿Juan, Juan, que bichos son estos??!! ¡¡¿son cabras?!!”. Lejos de producirme hilaridad, produjo perplejidad y Angel comentó:”esta sería la típica alumna petarda”. Regresamos caminando junto a la carretera custodiada por unos impresionantes árboles de un porte espectacular. Más bonito que el camino de ida que lo hicimos por el interior.
A las 12 iniciamos la vuelta y el deseo de jubilarme se hizo aún más intenso, lo que sumado a esta sensación de que quizás había llegado el “tiempo de decir adiós” me sumió en cierta nostalgia y tristeza, aunque cuento con algo que sin ser un defecto, no sé si es una virtud: la de no ser rencorosa. Esto me permite asumir algunas pérdidas con del deseo de no olvidar para conseguir recordar sin dolor y seguir afirmando que no me arrepiento de nada de lo que he hecho en mi vida. Todo, los aciertos y los errores, lo bueno y lo malo, ha hecho de mi lo que soy, me ha servido para crecer y me ha traído hasta aquí.